sábado, 11 de julio de 2015

Erizo

Vista desde el Castillo de Stirling, Escocia.



Erizo (Erinaceus europaeus)
Escocia, junio de 2006
Muy verdes cultivos de malta, ondulantes muros de piedra de kilómetros de largo y casas con techos de laja fueron algunas de mis primeras impresiones de Escocia. El centro universitario cercano a la ciudad de Stirling, y  mas aun del castillo, estaba situado sobre unas colinas que parecían (aunque no lo fueran), la antesala de las tierras altas de Escocia. Un amplio parque que tenía un  lago en su centro, fue el ámbito donde comencé a encontrarme cara a cara con algunos animales silvestres que, aunque tímidos,  habitaban ese sitio bastante ajetreado por los estudiantes.
Con el canto de los chochines y el de unos pocos gorriones desperté una mañana y muy temprano salí a caminar. Había parejas de cisnes que estaban anidando en las orillas del lago y muchos ánades nadaban en él o estaban acurrucados en el césped, aun lejos del agua. Muchos conejos pacían por todos lados y una caminata siguiendo el borde del lago me regaló felices aproximaciones a varias especies de pájaros, hijos de Europa, como el herrerillo, el carbonero y el petirrojo.

En cierto momento escuché el sonido de la hojarasca y vi que un erizo de quizás treinta centímetros se aprestaba a cruzar el sendero. Me quedé quieto y el animalito siguió su camino, pero al completar el angosto cruce, pocos centímetros después de volver a estar sobre hojarasca, se detuvo. Pensé que estaría comiendo algún invertebrado, pero al constatar que no movía ninguna parte de su cuerpo me agaché junto a él y atiné a tocarlo levemente con un dedo en una de sus patas traseras. No se movió, lo toqué un poco más, buscando esta vez sus espinas, pero siguió quieto. No entendiendo que le había pasado, toqué una vez mas sus patas traseras y delanteras, pero el erizo permaneció quieto como si hubiera encontrado la muerte con tan solo cruzar el sendero.
Permanecí un rato junto a él pensando que quizás retomara su andar, pero me fui dejándolo en su inesperada quietud.
Luego me enteré de que ese aletargamiento es típico de los erizos, y que por ese motivo suelen ser atropellados cuando se duermen a medio camino cuando cruzan una ruta
 Erizo africano (Atelerix albiventris)
Arusha, Tanzania, 2010

El Monte Meru, un magnífico volcán de 4.566 m de altura dominaba el paisaje en las afueras de Arusha. Desde mi llegada a Tanzania había estado viendo manadas de ñues y cebras y grupos de todos los grandes animales africanos, pero siempre mantuve interés por lo escondido o lo que no se deja ver con facilidad. Por eso, aparte de los paisajes y los animales mas buscados por los participantes de los safaris, quería ver a los pequeños habitantes que contribuyen mucho a que el ecosistema sea tan diverso.
Una tarde salimos en el jeep para ir a visitar el Parque Nacional Lago Manyara, cuando al salir del jardín y justo antes de llegar a la calle, se cruzó ante nosotros un erizo africano que me pareció menor que el que ya había visto en Escocia.
En vano me bajé del coche, ya había desaparecido en entre la vegetación cerrada del cerco del jardín. Hubiera querido buscarlo, pero quienes me acompañaban no entendieron que no solo de elefantes y leones vive el hombre.



jueves, 25 de junio de 2015

Musarañas



Musaraña (Crocidura sp)


Uganda, Parque Nacional Kibale, 2010.
Recién llegado a la ciudad Fort Portal, en el oeste de Uganda, busqué la zona de los taxis, y pregunté cual de los coches estacionados que estaban con las puertas abiertas, pasaba por Isunga, donde estaba la oficina del Parque Nacional Kibale. Me señalaron uno de ellos, corroboré que lo fuera, porque con tal de conseguir un cliente mas,  a uno lo pueden alejar de su destino, y me senté dentro del auto.  Cuando atrás ya éramos tres personas y adelante una, pensé que partiríamos. Pregunté por que no lo hacíamos y el chofer me dijo que porque no estaba completo. Al rato subió una persona mas atrás, luego otra  adelante pero  seguíamos esperando. ¡Pero que apurado y comodón soy ¡ -pensé . Después de todo no hubo que esperar ni media hora para que quedara completo y pudiéramos partir. ¡Atrás íbamos cinco personas y adelante tres mas el chofer!. Cuando  a los veintiséis kilómetros me bajé,  me costó poder pararme y caminar.
Lo que motivó mi visita al Parque Nacional Kibale fue que consiste en un relicto de la otrora extensa selva ecuatorial ugandesa. Luego de presentarme ante el director del área, me llevaron a conocer uno de los mas alejados de los ocho puestos de guardaparques.


El principio del recorrido se hizo por el  interior del área protegida. El camino se abría en la vegetación compuesta por muy altos árboles,  donde había también muchas palmeras Phoenix delgadas y elegantes, siendo muy disfrutable transitar a la sombra de la selva. Desde el jeep vimos monos de L Hoest y de cola roja. Mas adelante y por casi una hora, tomamos caminos secundarios y luego huellas, que pasaban por muy pintorescas colinas en la zona de transición entre la selva y la sabana. Era hermoso ver grupos de chocitas situadas a veces a orillas de la selva, o entre manchones de selva y sabana, donde cada familia parecía tener sus huertas. En otras zonas predominaban las plantaciones de té, cuyas apretadas hileras de arbustitos de color verde brillante subían y bajaban cubriendo a veces por entero las colinas.
Fue transitando por esos caminos de tierra y huellas, que al pasar cerca de los cultivos de subsistencia se nos cruzaron varias veces y a pleno rayo del sol unos pequeños mamíferos negruzcos, alargados, de unos catorce centímetros  y con aspecto de ratón. Eran musarañas, que cruzaban el camino a gran velocidad, como decidiéndose a hacerlo cuando el vehículo ya estaba cerca. En África hay mas de ciento veinte especies de musarañas, pero me resultaron animales enigmáticos, su vida parecía transcurrir entre los fardos de paja, huertos de las pequeñas aldeas y senderos. Dada la cantidad de especies que hay, y el hábitat donde las encontré, era de suponer que fueran  muy abundantes, pero solamente las vi en los caminos y senderos polvorientos cercanos a la Selva Kibale.


Musaraña elefante de cuatro dedos (Petrodromus tetradactylus)
Mozambique, Parque Nacional Gorongosa, 2000.
Cae la noche en la sabana. Poco rato después, notamos un  brillo amarillento hacia el Este,  en el horizonte. Una luna enorme y naranja irrumpe entre las siluetas negras de cientos de palmeras. El calor comienza a disiparse y en su lugar se asienta la mas agradable temperatura. Los olores se despegan del suelo polvoriento de la estación seca y se elevan lo suficiente para alcanzar nuestras narinas. Olor a quemado, por el  incendio de pastizal que acabamos de combatir, olor a polvo, quizás  por el pasaje muy reciente de elefantes y el perfume dulce y penetrante de unas flores que no vi, y que jamás veré, pero que signaron ese anochecer.
El foco del vehículo nos permite atestiguar  breves momentos de la cotidianidad de algunos animales: de  civetas, de una mangosta gris, de los extraños dormilones de extravagantes plumas blancas larguísimas en sus alas, que levantan vuelo del sendero a último momento…


Veo un pequeño mamífero pardo que incluyendo la cola no tendría mas de veinte centímetros y pido detener el vehículo. Sobre la huella quedó encandilada una simpática musaraña elefante, uno de esos animales que uno tiene que ver para saber que realmente existen. Su trompita apunta un momento hacia arriba y enseguida baja un poco, el animalito corre y se sitúa debajo de un matorral que por suerte es de follaje raleado y  permite que la sigamos observando. La musaraña elefante escarba la hojarasca un momento y luego se aleja definitivamente.  Una vez mas África me había dado  la oportunidad de encontrarme con otra de sus encantadoras criaturas.


Musaraña elefante de Zanzíbar (Rhynchocyon petersi)
Zanzíbar, Bosque Jozani, 2010.
El éxito del cultivo de las especias, hace tiempo ya decadente, motivó la erradicación de la vegetación nativa de Zanzíbar, a lo que se agregó la corta de miles de árboles para la construcción de barcos durante los años de oro del sultanato y de la esclavitud.  Caminaba por un sendero del interior del Bosque Jozani, único relicto existente en todo Zanzíbar de los bosques que poblaron la isla, cuando noté que se movían unos helechos de los que componían el denso estrato inferior del bosque. Me aproximé con cautela y a pocos centímetros de mis pies percibí una  cola larga y naranja que parecía pertenecer a una rata. Me quedé quieto y enseguida pude ver que esa cola pertenecía a uno de los animales mas extraños que haya visto: se trataba de una musaraña elefante de Zanzíbar.  

 Sabía de la existencia de ese animal, porque contaba con la mejor guía de reconocimiento de los mamíferos africanos, pero igual así me sorprendió el tamaño y color de esa musaraña. Tendría medio metro de largo entre cuerpo, cabeza y cola.
No bien pude reconocerla se desplazó hacia adelante perdiéndose de vista en el denso helechal.

lunes, 15 de junio de 2015

Galago grande (Otolemur crassicaudatus)






Uganda 2010.
Luego de la acostumbrada larga espera  para que partiera mi ómnibus en África, éste finalmente arrancó  y muy lentamente comenzamos a movernos entre el gentío, las motos, peatones y vehículos que cubrían las calles de Kampala, la capital de Uganda.
Una vez dejada atrás la ciudad y casi repentinamente, el paisaje se tornó en uno de los mas hermosos que he visto en el  África rural.
Chozas de paja y barro, pastizales, niños arreando cabras, aquí y allá el naranja de las flores de las Erythrinas, cuyo color rivalizaba con el de las telas con que se cubrían las mujeres, y rebaños del magnífico ganado Ankole.
Este ganado es muy llamativo por sus cuernos, los que además de gruesos, generalmente son tan largos como alto es el animal en la cruz, mas aun en el caso de  los toros. Son erectos y con gráciles curvas, dando la apariencia de haber un bosque de cuernos sobre el ganado cuando uno se encuentra con un rebaño. La variedad de colores de cada ejemplar es notoria, lo que hace aún mas pintoresca a esta raza. 
  

Pasamos por algunos tramos de sabana con acacias y cruzamos un par de humedales extensos de papiros muy altos y densos, que daban un toque de misterio a esos pantanos.


A las cinco horas de viajar llegué al pueblito Nsanga, donde contraté una moto-taxi que me llevó los quince kilómetros que distaban hasta la entrada del Parque Nacional Lago Nburo donde me esperaban. Al llegar allí, mis ganas de bajarme debieron ser postergadas, porque no había vehículo disponible y debía llegar hasta las oficinas del parque. Y como decían en casa, quien hizo veinte hace veintiuno, así que volví a subir a la moto y el joven chofer me llevó los restantes nueve kilómetros.
Fue durante ese último trayecto que me di cuenta de lo innecesario de la existencia de un alambrado que delimitara el parque nacional, porque no bien pasamos la portada, y sin mediar cerca alguna, fui viendo por el camino bandos de monos vervet, de babuinos, grupitos de cebras, de antílopes topis, una manada de búfalos que intimidó a mi chofer y debí convencerlo se seguir, una manada de impalas y un grupito de antílopes acuáticos.
No mucho rato después estaba junto a un grupo de guardaparques, mujeres y hombres combatiendo con ramas verdes un fuego de pastizal. El mucho calor que pasamos y el humo que nos hacía toser con frecuencia, no nos amedrentaron y logramos aplacar las llamas. Con alegría mis colegas me invitaron a tomar una cerveza en el barcito que había a orillas del Lago Nburo, de agua dulce y de costas llanas cubiertas de bosque bajo.


Caía la tarde y sin poder ver el lago por la vegetación, faltando quizás trescientos metros para llegar a su orilla, se oyeron los ronquidos de un hipopótamo, enseguida los de otro y de otro mas, un águila pescadora emitió su voz, tan íntima de los cuerpos de agua del continente negro y me invadió la paz que tantas veces he sentido durante las puestas de sol africanas.
De pronto una extraña forma oscura bajó de un árbol de un salto y mientras yo intentaba identificar de que animal se trataba, éste se irguió y comenzó a desplazarse a los saltos de costado, cruzando nuestro camino con rapidez ¡Un lémur! ¡Un gran galago!
Al llegar del lado opuesto se detuvo, nos miró muy brevemente y de un salto subió a un arbusto de poco follaje que se encontraba al lado del camino. Ya sobre una rama, se sentó sobre sus tarsos unos instantes, nos miró otra vez y lamentablemente se lanzó a otro salto, desapareciendo de nuestra vista.


Tanzania 2010
Estando en Arusha, ¨la capital de los safaris¨, mis amigos acababan de tener una promisoria reunión con un casi seguro donante para su incipiente proyecto de protección de los elefantes en la zona fronteriza entre Tanzania y Mozambique. Y fuimos a festejarlo a un barcito bastante lujoso que se encontraba fuera de la ciudad y al final de un camino bordeado de cafetales.
Era de noche y algunos focos que iluminaban el jardín atraían a muchos insectos, algunos bastante grandes, que impedidos de ingresar donde estábamos, revoloteaban contra el vidrio. En cierto momento un galago grande saltó desde el techo cayendo sobre el círculo de luz que proyectaba un foco en el césped a menos de dos metros de la ventana, atrapó una langosta en el mismo acto de caer, la mordió y para mi regocijo nos miró un momento manteniéndola en la boca. La langosta movía sus patas y desee que el muy simpático lémur la comiera delante nuestro, pero tras un momento que pareció de mutua sorpresa, miró hacia el techo, como calculando el salto que debía dar y desapareció.
Nos quedamos buen rato en ese lugar y el galago volvió a capturar otra langosta y una gran polilla de la misma manera, pero la lástima fue que ya no se detuvo a mirarnos ni un instante, volviendo a saltar sobre el techo inmediatamente después de capturadas sus presas.


miércoles, 10 de junio de 2015

Mono aullador



Mono carayá (Alouatta caraya)



Resistencia, Chaco, Argentina, 1977
En las afueras de la ciudad aparecieron muchas casitas, todas iguales, con aspecto de galpones, aunque coloridos. Era el Barrio Toba, gheto de los indios que antes dominaran por esas tierras. Presté atención a las personas que andaban alrededor y me di cuenta de que indudablemente se trataba de indios. Era la primera vez que veía a los nativos americanos, a los nativos desde hace incontables generaciones y por primera vez en la vida me sentí extranjero. A unos tres kilómetros de allí comenzaba un extenso palmar de palmeras caranday de muy variados tamaños y eso me gustó, porque significaba que se reproducían pese a la presencia de ganado. Poco después, al irnos acercando a la orilla del Río Paraná, el palmar fue dejando lugar a un apretado bosque ribereño, húmedo y poblado de lianas. Los contrafuertes de la selva sudamericana, tan variada como amplia, se encontraban muy cerca de la ciudad.
Apareció un enorme puente. Cruzaba el Paraná y unía a Resistencia con su vecina ciudad de Corrientes.
La tarraya fue lanzada en un charco de agua que dejara la ya desaparecida creciente del río y al ser levantado el primero y único lance brilló la plata de una multitud de mojarras. Mi acompañante ya tenía carnada para entretenerse mientras yo realizaba  mi primera cita con la selva subtropical.
Un tucán grande se nos cruzó por encima de la ruta. Un jabirú hurgaba en un charco rodeado de camalotes. Una bandada de cardenillas levantó vuelo en el lugar donde decidimos pasar un rato. El anzuelo fue al agua. La Isla del Cerrito se veía algo hacia el Norte, el río corría tranquilo.
Tomé un senderito de esos que no se sabe si fueron iniciados por vacas o leñadores, pero que son usados por ambos, y comencé a andar despacio preguntándome si ese deleite que sentía sería debido a mi primera vez en algo parecido a una selva, o si tendría la fortuna de seguirlo sintiendo todo el resto de mi vida, porque sabía, no se cómo, que caminaría por muchos lugares silvestres del mundo.
Al bajar el sol comenzamos a oir un extraño y fuerte ruído que venía en oleadas  desde lejos. Primero supuse que era un avión, luego lo descarté al parecerse mas a un rugido. Son monos aulladores, me dijo quien me había llevado hasta allí. Amagué comenzar a caminar en esa dirección, pero el hombre rió. Están muy lejos, quizás a seis o siete kilómetros, esta vez no los verás.



Río Araguaya, Brasil, 1981
Del mismo modo que durante el canotaje por el Río Araguaya vi monos capuchinos casi todos los días, también me fue posible ver muchas veces a los monos aulladores, a los que yo llamaría rugidores.
Sus familias eran siempre poco numerosas y sus movimientos menos ostentosos que los de los caíes, pero era muy lindo ver a los machos todos negros, a las hembras de color beige y algunos machos jóvenes de color ceniciento, o que al menos parecían de ese color a cierta distancia. Los aulladores muchas veces permanecían inmóviles en las ramas de los árboles de las orillas cuando pasaba la canoa, si ésta pasaba muy cerca, se corrían unos metros hacia las ramas superiores, siempre sin perderla de vista. En ocasiones, cuando estaban mas activos, solían desplazarse horizontalmente en las ramas con muy elegantes movimientos que me recordaban a los de los gatos. Era la estación de las lluvias y los monos rugían cada amanecer, a veces hasta bien salido el sol, pero cuando mas lo hacían era cuando se lanzaba un chaparrón sin viento, a cualquier hora del día. Llegué a pensar que rugían como protestando por la caída de mas agua. Un par de veces pasé por debajo de estos monos mientras aullaban y me sorprendió notar que la hembra permanecía escuchando embelezada  al lado de la boca rugiente de su macho,  el sonido era muy fuerte, aunque menos de lo que uno podría pensar para una voz que se propaga tan bien. Ciertamente pude comprobar que los gritos de estos monos son audibles a larga distancia, puesto que a veces comenzaba a escucharlos varios kilómetros antes de verlos río abajo.
Una de las mas lindas escenas que tuve de estos animales fue la de una pareja que estaba abrazada e inmóvil cuando arreciaba la lluvia. La igualdad de sus tamaños, la forma en que encajaban sus cuerpos y la diferencia de color parecía el símbolo del yin-yang. Se protegían mutuamente, era evidente que su amor amenizaba el mal tiempo y frío reinante.
También había aulladores en la isla del delta del Amazonas. Se trataba de otra especie, el aullador de manos rojas (Alouatta belzebul), pero pese a que pasé muchos meses allí nunca pude verlos. Sus aullidos eran mucho menos frecuentes y mucho mas breves que los de los monos carayá y nunca llegué a tiempo al sitio de donde parecían provenir sin que se callaran. Supongo que la tendencia de estos monos a permanecer muchas horas inmóviles, aunado al tupido follaje del dosel de la selva, contribuyeron a que jamás los viera. 


Costa Rica, 1997
En Costa Rica quedé sorprendido con la abundancia de monos. Nunca los había visto en poblaciones de tan alta densidad, siendo muy fácil verlos aun durante cortas caminatas.
El mono aullador que se encuentra en ese país es el mono aullador negro (Alouatta palliata).
Los encontré  tanto en la costa del Caribe, en el Parque Nacional Cahuita, como en la costa del Pacífico, en el Parque Nacional Guanacaste, formando grupos de entre cinco y diez individuos. Generalmente se los veía  manteniendo la típica baja actividad de los aulladores, salvo a la hora de sus rugidos, sobre todo al amanecer cuando aullaban muy cerca de nuestra cabaña, como para asegurarse de que despertáramos y también a la puesta del sol.
Parque Nacional Tikal, Guatemala 2004
En América Central también habita otra especie de estos monos: el  aullador negro de Guatemala (Alouatta pigra), que encontré en el Parque Nacional Tikal. Tanto el macho como la hembra son negros, pero sus crías son pardas.
Cae la tarde en Tikal… Estoy en lo alto de la hermosísima mole piramidal que los arqueólogos, frívolamente, han dado en llamar Templo Número Cuatro… El templo es el centro del mundo. El tiempo se ha detenido.
La selva, esa diosa verde cuyo imperio se desgasta día a día, no se ha enterado del combate que va perdiendo y que se libra unos cuantos kilómetros mas adelante, lejos del horizonte, lejos de la realidad del centro del mundo.
Un grupo de monos aulladores saluda al día que se va, tal como lo han hecho mil generaciones de aulladores en este mismo lugar. Los tres templos cercanos asoman por encima de la selva, ayudando a construir la escena selvática más espectacular.
Una nube solitaria lanza su lluvia permitiendo la existencia de un arco iris. Nada hubiera podido mejorar este paisaje. Esto es paz…  Esto es la razón de la vida. ¿Cómo hay gente que no lo entiende?
Los misteriosos templos piramidales han sobrevivido a sus constructores. Dentro de un tiempo, no importa cuánto, habrá otros seres paseándose entre los muchos edificios que dejaremos. No importa como serán interpretados, lo que importa es que también nosotros desapareceremos y dejaremos mil preguntas sin contestar. Seremos tan enigmáticos como los Mayas.



Macapá, Brasil, 2006.
En la pequeña reserva privada REVECOM, situada en las afueras de la ciudad de Macapá,  a orillas del Río Amazonas, propiedad de un médico, pude ver a otra especie de aullador. Se trataba del aullador rojo guayanés (Alouatta macconnelli), pudiendo allí apreciar la belleza de su pelaje pardo rojizo vivo. El doctor estaba atendiendo a una hembra de esta especie que había pasado mal estando en cautiverio y que había sido decomisada. La mona, de muy brillante pelaje alazán, se abrazaba a ese hombre que la estaba curando y era evidente que aquel viejo aventurero , de cuyos labios había escuchado interesantísimas anécdotas de la selva, sentiría esa mezcla de pena y alegría que nos da devolver a un animal a su ambiente natural. Pena por quizás no volver a verlo, y alegría de haberlo salvado. En esta interesante reserva privada pude verlos por primera vez, pero muchas veces pude oir a estos aulladores rojos estando en la selva de la Guayana Francesa, en 1980. Al igual que me sucediera con los del delta del Amazonas, pese a permanecer un buen tiempo allí no logré verlos nunca. De todos modos, sus potentes aullidos, oídos a la distancia, constituyen parte de los hermosos recuerdos que el viajero conserva de sus días en la selva guayanesa.