Mono carayá (Alouatta caraya)
Resistencia, Chaco,
Argentina, 1977
En las afueras de la ciudad aparecieron muchas casitas,
todas iguales, con aspecto de galpones, aunque coloridos. Era el Barrio Toba,
gheto de los indios que antes dominaran por esas tierras. Presté atención a las
personas que andaban alrededor y me di cuenta de que indudablemente se trataba
de indios. Era la primera vez que veía a los nativos americanos, a los nativos
desde hace incontables generaciones y por primera vez en la vida me sentí
extranjero. A unos tres kilómetros de allí comenzaba un extenso palmar de
palmeras caranday de muy variados tamaños y eso me gustó, porque significaba
que se reproducían pese a la presencia de ganado. Poco después, al irnos
acercando a la orilla del Río Paraná, el palmar fue dejando lugar a un apretado
bosque ribereño, húmedo y poblado de lianas. Los contrafuertes de la selva
sudamericana, tan variada como amplia, se encontraban muy cerca de la ciudad.
Apareció un enorme puente. Cruzaba el Paraná y unía a
Resistencia con su vecina ciudad de Corrientes.
La tarraya fue lanzada en un charco de agua que dejara la ya
desaparecida creciente del río y al ser levantado el primero y único lance
brilló la plata de una multitud de mojarras. Mi acompañante ya tenía carnada
para entretenerse mientras yo realizaba mi primera cita con la selva subtropical.
Un tucán grande se nos cruzó por encima de la ruta. Un
jabirú hurgaba en un charco rodeado de camalotes. Una bandada de cardenillas
levantó vuelo en el lugar donde decidimos pasar un rato. El anzuelo fue al
agua. La Isla del Cerrito se veía algo hacia el Norte, el río corría tranquilo.
Tomé un senderito de esos que no se sabe si fueron iniciados
por vacas o leñadores, pero que son usados por ambos, y comencé a andar
despacio preguntándome si ese deleite que sentía sería debido a mi primera vez
en algo parecido a una selva, o si tendría la fortuna de seguirlo sintiendo
todo el resto de mi vida, porque sabía, no se cómo, que caminaría por muchos
lugares silvestres del mundo.
Al bajar el sol comenzamos a oir un extraño y fuerte ruído
que venía en oleadas
desde lejos.
Primero supuse que era un avión, luego lo descarté al parecerse mas a un
rugido. Son monos aulladores, me dijo quien me había llevado hasta allí. Amagué
comenzar a caminar en esa dirección, pero el hombre rió. Están muy lejos,
quizás a seis o siete kilómetros, esta vez no los verás.
Río Araguaya,
Brasil, 1981
Del mismo modo que durante el canotaje por el Río Araguaya
vi monos capuchinos casi todos los días, también me fue posible ver muchas
veces a los monos aulladores, a los que yo llamaría rugidores.
Sus familias eran siempre poco numerosas y sus movimientos
menos ostentosos que los de los caíes, pero era muy lindo ver a los machos
todos negros, a las hembras de color beige y algunos machos jóvenes de color
ceniciento, o que al menos parecían de ese color a cierta distancia. Los
aulladores muchas veces permanecían inmóviles en las ramas de los árboles de
las orillas cuando pasaba la canoa, si ésta pasaba muy cerca, se corrían unos
metros hacia las ramas superiores, siempre sin perderla de vista. En ocasiones,
cuando estaban mas activos, solían desplazarse horizontalmente en las ramas con
muy elegantes movimientos que me recordaban a los de los gatos. Era la estación
de las lluvias y los monos rugían cada amanecer, a veces hasta bien salido el
sol, pero cuando mas lo hacían era cuando se lanzaba un chaparrón sin viento, a
cualquier hora del día. Llegué a pensar que rugían como protestando por la
caída de mas agua. Un par de veces pasé por debajo de estos monos mientras
aullaban y me sorprendió notar que la hembra permanecía escuchando
embelezada al lado de la boca rugiente
de su macho, el sonido era muy fuerte,
aunque menos de lo que uno podría pensar para una voz que se propaga tan bien.
Ciertamente pude comprobar que los gritos de estos monos son audibles a larga
distancia, puesto que a veces comenzaba a escucharlos varios kilómetros antes
de verlos río abajo.
Una de las mas lindas escenas que tuve de estos animales fue
la de una pareja que estaba abrazada e inmóvil cuando arreciaba la lluvia. La
igualdad de sus tamaños, la forma en que encajaban sus cuerpos y la diferencia
de color parecía el símbolo del yin-yang. Se protegían mutuamente, era evidente
que su amor amenizaba el mal tiempo y frío reinante.
También había aulladores en la isla del delta del Amazonas.
Se trataba de otra especie, el aullador de manos rojas (Alouatta belzebul), pero pese a que pasé muchos meses allí nunca
pude verlos. Sus aullidos eran mucho menos frecuentes y mucho mas breves que
los de los monos carayá y nunca llegué a tiempo al sitio de donde parecían
provenir sin que se callaran. Supongo que la tendencia de estos monos a
permanecer muchas horas inmóviles, aunado al tupido follaje del dosel de la
selva, contribuyeron a que jamás los viera.
Costa Rica, 1997
En Costa Rica quedé sorprendido con la abundancia de monos.
Nunca los había visto en poblaciones de tan alta densidad, siendo muy fácil
verlos aun durante cortas caminatas.
El mono aullador que se encuentra en ese país es el mono aullador negro (Alouatta
palliata).
Los encontré tanto en
la costa del Caribe, en el Parque Nacional Cahuita, como en la costa del
Pacífico, en el Parque Nacional Guanacaste, formando grupos de entre cinco y
diez individuos. Generalmente se los veía
manteniendo la típica baja actividad de los aulladores, salvo a la hora
de sus rugidos, sobre todo al amanecer cuando aullaban muy cerca de nuestra
cabaña, como para asegurarse de que despertáramos y también a la puesta del
sol.
Parque Nacional
Tikal, Guatemala 2004
En América Central también habita otra especie de estos monos:
el aullador
negro de Guatemala (Alouatta pigra),
que encontré en el Parque Nacional Tikal. Tanto el macho como la hembra son
negros, pero sus crías son pardas.
Cae la tarde en Tikal… Estoy en lo alto
de la hermosísima mole piramidal que los arqueólogos, frívolamente, han dado en
llamar Templo Número Cuatro… El templo es el centro del mundo. El tiempo se ha
detenido.
La selva, esa diosa verde cuyo imperio
se desgasta día a día, no se ha enterado del combate que va perdiendo y que se
libra unos cuantos kilómetros mas adelante, lejos del horizonte, lejos de la
realidad del centro del mundo.
Un grupo de monos aulladores saluda al
día que se va, tal como lo han hecho mil generaciones de aulladores en este
mismo lugar. Los tres templos cercanos asoman por encima de la selva, ayudando
a construir la escena selvática más espectacular.
Una nube solitaria lanza su lluvia
permitiendo la existencia de un arco iris. Nada hubiera podido mejorar este
paisaje. Esto es paz… Esto es la razón
de la vida. ¿Cómo hay gente que no lo entiende?
Los misteriosos templos piramidales han
sobrevivido a sus constructores. Dentro de un tiempo, no importa cuánto, habrá
otros seres paseándose entre los muchos edificios que dejaremos. No importa
como serán interpretados, lo que importa es que también nosotros
desapareceremos y dejaremos mil preguntas sin contestar. Seremos tan enigmáticos
como los Mayas.
Macapá, Brasil,
2006.
En la pequeña reserva privada REVECOM, situada en las
afueras de la ciudad de Macapá, a
orillas del Río Amazonas, propiedad de un médico, pude ver a otra especie de
aullador. Se trataba del aullador rojo
guayanés (Alouatta macconnelli), pudiendo
allí apreciar la belleza de su pelaje pardo rojizo vivo. El doctor estaba
atendiendo a una hembra de esta especie que había pasado mal estando en
cautiverio y que había sido decomisada. La mona, de muy brillante pelaje
alazán, se abrazaba a ese hombre que la estaba curando y era evidente que aquel
viejo aventurero , de cuyos labios había escuchado interesantísimas anécdotas
de la selva, sentiría esa mezcla de pena y alegría que nos da devolver a un
animal a su ambiente natural. Pena por quizás no volver a verlo, y alegría de
haberlo salvado. En esta interesante reserva privada pude verlos por primera
vez, pero muchas veces pude oir a estos aulladores rojos estando en la selva de
la Guayana Francesa, en 1980. Al igual que me sucediera con los del delta del
Amazonas, pese a permanecer un buen tiempo allí no logré verlos nunca. De todos
modos, sus potentes aullidos, oídos a la distancia, constituyen parte de los
hermosos recuerdos que el viajero conserva de sus días en la selva guayanesa.