lunes, 15 de junio de 2015

Galago grande (Otolemur crassicaudatus)






Uganda 2010.
Luego de la acostumbrada larga espera  para que partiera mi ómnibus en África, éste finalmente arrancó  y muy lentamente comenzamos a movernos entre el gentío, las motos, peatones y vehículos que cubrían las calles de Kampala, la capital de Uganda.
Una vez dejada atrás la ciudad y casi repentinamente, el paisaje se tornó en uno de los mas hermosos que he visto en el  África rural.
Chozas de paja y barro, pastizales, niños arreando cabras, aquí y allá el naranja de las flores de las Erythrinas, cuyo color rivalizaba con el de las telas con que se cubrían las mujeres, y rebaños del magnífico ganado Ankole.
Este ganado es muy llamativo por sus cuernos, los que además de gruesos, generalmente son tan largos como alto es el animal en la cruz, mas aun en el caso de  los toros. Son erectos y con gráciles curvas, dando la apariencia de haber un bosque de cuernos sobre el ganado cuando uno se encuentra con un rebaño. La variedad de colores de cada ejemplar es notoria, lo que hace aún mas pintoresca a esta raza. 
  

Pasamos por algunos tramos de sabana con acacias y cruzamos un par de humedales extensos de papiros muy altos y densos, que daban un toque de misterio a esos pantanos.


A las cinco horas de viajar llegué al pueblito Nsanga, donde contraté una moto-taxi que me llevó los quince kilómetros que distaban hasta la entrada del Parque Nacional Lago Nburo donde me esperaban. Al llegar allí, mis ganas de bajarme debieron ser postergadas, porque no había vehículo disponible y debía llegar hasta las oficinas del parque. Y como decían en casa, quien hizo veinte hace veintiuno, así que volví a subir a la moto y el joven chofer me llevó los restantes nueve kilómetros.
Fue durante ese último trayecto que me di cuenta de lo innecesario de la existencia de un alambrado que delimitara el parque nacional, porque no bien pasamos la portada, y sin mediar cerca alguna, fui viendo por el camino bandos de monos vervet, de babuinos, grupitos de cebras, de antílopes topis, una manada de búfalos que intimidó a mi chofer y debí convencerlo se seguir, una manada de impalas y un grupito de antílopes acuáticos.
No mucho rato después estaba junto a un grupo de guardaparques, mujeres y hombres combatiendo con ramas verdes un fuego de pastizal. El mucho calor que pasamos y el humo que nos hacía toser con frecuencia, no nos amedrentaron y logramos aplacar las llamas. Con alegría mis colegas me invitaron a tomar una cerveza en el barcito que había a orillas del Lago Nburo, de agua dulce y de costas llanas cubiertas de bosque bajo.


Caía la tarde y sin poder ver el lago por la vegetación, faltando quizás trescientos metros para llegar a su orilla, se oyeron los ronquidos de un hipopótamo, enseguida los de otro y de otro mas, un águila pescadora emitió su voz, tan íntima de los cuerpos de agua del continente negro y me invadió la paz que tantas veces he sentido durante las puestas de sol africanas.
De pronto una extraña forma oscura bajó de un árbol de un salto y mientras yo intentaba identificar de que animal se trataba, éste se irguió y comenzó a desplazarse a los saltos de costado, cruzando nuestro camino con rapidez ¡Un lémur! ¡Un gran galago!
Al llegar del lado opuesto se detuvo, nos miró muy brevemente y de un salto subió a un arbusto de poco follaje que se encontraba al lado del camino. Ya sobre una rama, se sentó sobre sus tarsos unos instantes, nos miró otra vez y lamentablemente se lanzó a otro salto, desapareciendo de nuestra vista.


Tanzania 2010
Estando en Arusha, ¨la capital de los safaris¨, mis amigos acababan de tener una promisoria reunión con un casi seguro donante para su incipiente proyecto de protección de los elefantes en la zona fronteriza entre Tanzania y Mozambique. Y fuimos a festejarlo a un barcito bastante lujoso que se encontraba fuera de la ciudad y al final de un camino bordeado de cafetales.
Era de noche y algunos focos que iluminaban el jardín atraían a muchos insectos, algunos bastante grandes, que impedidos de ingresar donde estábamos, revoloteaban contra el vidrio. En cierto momento un galago grande saltó desde el techo cayendo sobre el círculo de luz que proyectaba un foco en el césped a menos de dos metros de la ventana, atrapó una langosta en el mismo acto de caer, la mordió y para mi regocijo nos miró un momento manteniéndola en la boca. La langosta movía sus patas y desee que el muy simpático lémur la comiera delante nuestro, pero tras un momento que pareció de mutua sorpresa, miró hacia el techo, como calculando el salto que debía dar y desapareció.
Nos quedamos buen rato en ese lugar y el galago volvió a capturar otra langosta y una gran polilla de la misma manera, pero la lástima fue que ya no se detuvo a mirarnos ni un instante, volviendo a saltar sobre el techo inmediatamente después de capturadas sus presas.


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