Uganda 2010.
Luego de la
acostumbrada larga espera para que
partiera mi ómnibus en África, éste finalmente arrancó y muy lentamente comenzamos a movernos entre
el gentío, las motos, peatones y vehículos que cubrían las calles de Kampala,
la capital de Uganda.
Una vez
dejada atrás la ciudad y casi repentinamente, el paisaje se tornó en uno de los
mas hermosos que he visto en el África
rural.
Chozas de
paja y barro, pastizales, niños arreando cabras, aquí y allá el naranja de las
flores de las Erythrinas, cuyo color rivalizaba con el de las telas con que se
cubrían las mujeres, y rebaños del magnífico ganado Ankole.
Este ganado
es muy llamativo por sus cuernos, los que además de gruesos, generalmente son
tan largos como alto es el animal en la cruz, mas aun en el caso de los toros. Son erectos y con gráciles curvas,
dando la apariencia de haber un bosque de cuernos sobre el ganado cuando uno se
encuentra con un rebaño. La variedad de colores de cada ejemplar es notoria, lo
que hace aún mas pintoresca a esta raza.
Pasamos por
algunos tramos de sabana con acacias y cruzamos un par de humedales extensos de
papiros muy altos y densos, que daban un toque de misterio a esos pantanos.
A las cinco
horas de viajar llegué al pueblito Nsanga, donde contraté una moto-taxi que me
llevó los quince kilómetros que distaban hasta la entrada del Parque Nacional
Lago Nburo donde me esperaban. Al llegar allí, mis ganas de bajarme debieron
ser postergadas, porque no había vehículo disponible y debía llegar hasta las
oficinas del parque. Y como decían en casa, quien hizo veinte hace veintiuno, así
que volví a subir a la moto y el joven chofer me llevó los restantes nueve
kilómetros.
Fue durante
ese último trayecto que me di cuenta de lo innecesario de la existencia de un
alambrado que delimitara el parque nacional, porque no bien pasamos la portada,
y sin mediar cerca alguna, fui viendo por el camino bandos de monos vervet, de
babuinos, grupitos de cebras, de antílopes topis, una manada de búfalos que
intimidó a mi chofer y debí convencerlo se seguir, una manada de impalas y un
grupito de antílopes acuáticos.
No mucho
rato después estaba junto a un grupo de guardaparques, mujeres y hombres
combatiendo con ramas verdes un fuego de pastizal. El mucho calor que pasamos y
el humo que nos hacía toser con frecuencia, no nos amedrentaron y logramos
aplacar las llamas. Con alegría mis colegas me invitaron a tomar una cerveza en
el barcito que había a orillas del Lago Nburo, de agua dulce y de costas llanas
cubiertas de bosque bajo.
Caía la
tarde y sin poder ver el lago por la vegetación, faltando quizás trescientos
metros para llegar a su orilla, se oyeron los ronquidos de un hipopótamo,
enseguida los de otro y de otro mas, un águila pescadora emitió su voz, tan
íntima de los cuerpos de agua del continente negro y me invadió la paz que
tantas veces he sentido durante las puestas de sol africanas.
De pronto
una extraña forma oscura bajó de un árbol de un salto y mientras yo intentaba
identificar de que animal se trataba, éste se irguió y comenzó a desplazarse a
los saltos de costado, cruzando nuestro camino con rapidez ¡Un lémur! ¡Un gran
galago!
Al llegar
del lado opuesto se detuvo, nos miró muy brevemente y de un salto subió a un
arbusto de poco follaje que se encontraba al lado del camino. Ya sobre una
rama, se sentó sobre sus tarsos unos instantes, nos miró otra vez y
lamentablemente se lanzó a otro salto, desapareciendo de nuestra vista.
Tanzania
2010
Estando en
Arusha, ¨la capital de los safaris¨, mis amigos acababan de tener una promisoria
reunión con un casi seguro donante para su incipiente proyecto de protección de
los elefantes en la zona fronteriza entre Tanzania y Mozambique. Y fuimos a festejarlo
a un barcito bastante lujoso que se encontraba fuera de la ciudad y al final de
un camino bordeado de cafetales.
Era de noche
y algunos focos que iluminaban el jardín atraían a muchos insectos, algunos
bastante grandes, que impedidos de ingresar donde estábamos, revoloteaban
contra el vidrio. En cierto momento un galago grande saltó desde el techo
cayendo sobre el círculo de luz que proyectaba un foco en el césped a menos de
dos metros de la ventana, atrapó una langosta en el mismo acto de caer, la
mordió y para mi regocijo nos miró un momento manteniéndola en la boca. La
langosta movía sus patas y desee que el muy simpático lémur la comiera delante
nuestro, pero tras un momento que pareció de mutua sorpresa, miró hacia el
techo, como calculando el salto que debía dar y desapareció.
Nos quedamos
buen rato en ese lugar y el galago volvió a capturar otra langosta y una gran
polilla de la misma manera, pero la lástima fue que ya no se detuvo a mirarnos
ni un instante, volviendo a saltar sobre el techo inmediatamente después de
capturadas sus presas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario