domingo, 28 de diciembre de 2014

Colobo de Abisinia (Colobus guereza)





Monte Elgon. Kenya, agosto de 2010.
Traspasamos la apretada vegetación de acacias parasol y nos adentramos de un momento a otro en el oscuro bosque de montaña.
Éste  estaba compuesto por árboles de hasta cincuenta metros de altura, entre ellos grandes cipreses y  las mas altas Euphorbias que he visto, lo que daba a ese bosque la apariencia de ser una mescolanza de floras. A los pocos minutos de haber entrado en la espesura,  se manifiesta repentinamente un inesperado movimiento de blancas figuras difusas a media altura en el ramaje. Unas van hacia arriba, otras hacia abajo cayendo en diagonal, alguna se aleja. Al aquietarse me doy cuenta de que ese despliegue lo constituyó un grupo de los espectaculares colobos  de Abisinia, también llamados guereza y también colobos blancos y negros.

Foto: Krissie Clark

No lejos de allí había un ejemplar macho solitario que lucía muy bien su hermoso pelaje. Se desplazaba en cuatro patas sobre una rama horizontal de un  gomero, desde cuyas ramas caían gruesas raíces que las afianzaban al suelo. El enorme árbol no solamente era el mas alto de los alrededores sino que ocupaba una gran superficie.
Estos colobos eran de la subespecie que habita los bosques nublados de las montañas del Este de África, para mi la mas hermosa, dado que su pelo es muy largo y tupido. Es observando la cola que más fácilmente puede diferenciarse de los colobos que habitan la selva de llanura, porque los de montaña la tienen totalmente blanca y es mas pomposa.
En la oscuridad del bosque, el negro de sus cuerpos había pasado casi inadvertido, llamándome la atención las amplias zonas blancas de largos pelos, especialmente llamativos en la banda que recorre el borde de sus espaldas y en su espesa cola.
Supuse que por pura casualidad había tenido la suerte de encontrar a estos magníficos monos, que siempre consideré los mas hermosos del mundo, pero es una especie común y volví a verlos muchas veces.
Por la ruta entre Monte Elgon y Kakamega cruzamos varios chicos que vestían túnicas blancas de muy ligera tela, algunos de ellos tenían las caras pintadas de blanco. Uno llevaba una piel de colobo guereza extendida sobre su espalda y un rato después pasamos a otro que la llevaba sobre su cabeza.  Algunos de ellos iban trotando a pasos exageradamente abiertos y eran perseguidos por grupitos de personas, sobre todo mujeres jóvenes que se burlaban de ellos.

Foto: Krissie Clark

Esos chicos estaban pasando por el ritual de la circunsición. Al preguntar por que tenían pieles de colobos, me dijeron que era porque la disposición de la franja de pelos blancos de la espalda de esos monos se parece a la forma del glande del hombre y debía ser usado durante el ritual.
Algunas veces, la existencia de parques nacionales fronterizos entre dos países logra mantener una importante superficie protegida. Tal es el caso en la frontera del Congo y Uganda a la altura de los Parques Nacionales Virunga y Queen Elizabeth, donde la superficie protegida es muy grande y se disfruta de extensas vistas donde reina el África salvaje.
Cruzaba esa frontera a pie y al transitar por el corto puente sobre el Río Ishasha, poblado de selva en sus márgenes, divisé un colobo guereza que, sentado sobre una rama, me miraba con gran interés. Me detuve, lo saludé y emitió unos sonidos agudos. Inmediatamente las ramas se movieron y quedaron a la vista ocho ejemplares mas.
El río era muy angosto, pero como suele suceder, cada tanto se ensanchaba en lagunones en los que había decenas de hipopótamos. Recorriendo al mediodía uno de los tramos mas angostos del río, que estaba bendecido por la fresca sobra que proporcionaban altos árboles, noté que un árbol tenía algo así como frutos  blancos, alargados, con forma de bolos que colgaban de las ramas mas tupidas. Me fui acercando, hasta que me di cuenta de que esos ¨bolos¨ eran peludos y constituían las colas colgantes de un grupo de colobos que dormían la siesta. Quise retirarme sin perturbarlos, pero los monos oyeron mis pisadas en la hojarasca y esa bella escena se deshizo, saltando  monos en todas direcciones. Una vez mas pude ver el hermoso efecto que hace el largo pelaje de los colobos guereza cuando saltan hacia abajo. Durante la caída, los largos pelos  blancos de la espalda se despliegan y junto con el grueso pompón blanco de la cola crean un espectáculo breve, pero que es de las cosas mas lindas de ver en la selva africana.

Foto: Krissie Clark

Otra especie de colobo de pelaje negro y blanco es el colobo de Angola ( Colobus angolensis), especie que tiene una distribución bastante  amplia en África tropical.
Por la ruta que va de Arusha a Dar es Salaam se pasa por muy interesantes paisajes. A nuestra derecha pasamos los montes Usambara cuyas paredes abruptas tenían una verde vegetación boscosa que contrastaba con el pardo amarillento de la sabana. A nuestra izquierda y por horas, tuvimos la Meseta Masai. Mirando en lontananza pensaba en lo maravilloso que era que un lugar así pudiera continuar siendo salvaje ya bien entrado el siglo XXI.


 Colobo de Angola, acuarela

Al pasar por la selva marginal del Río Wami, vimos varios colobos de Angola que estaban sentados sobre unas ramas que se proyectaban un poco sobre la carretera. Me llamó la atención la extraordinaria largura de los mechones de pelos que saliendo de sus hombros llegaban a cubrir buena parte de sus brazos. Su cara negra estaba bordeada de blanco, sobresaliendo amplios mechones de tupidos pelos blancos en sus mejillas. Mi acompañante me comentó que había hecho muchas veces ese tramo de la ruta pero que era la primera vez que los veía. La observación de los animales en libertad tiene algo de lotería, con la diferencia de que se gana con mucha frecuencia.

J.C.Gambarotta Gerona


lunes, 22 de diciembre de 2014

Chimpancé ( Pan troglodytes)









Uganda, setiembre de 2010.
Ya había tenido oportunidad de oir los fuertes gritos grupales que hacen los chimpancés, tanto en el Parque Nacional Bwindi, como en el Queen Elizabeth, pero lograr ver a esos animales es mucho mas difícil. Según me dijeron los guardaparques, es casi imposible acercarse a los chimpancés sin ser visto y como son reacios a tener intrusos en sus territorios, la mejor, por no decir la única posibilidad de verlos en libertad, es participar en una visita a un grupo habituado a la presencia de turistas.
El sitio recomendado fue el Parque Nacional Kibale, de casi ochenta mil hectáreas de superficie.
Colinas y mas colinas tapizadas de plantaciones de té rodean al parque nacional. La zona norte del mismo la compone una exuberante selva  que cubre colinas y valles, en tanto que la zona sur es un complejo ecotono donde se encuentran la sabana del Este de África con la selva del centro del continente.
Desde las zonas elevadas y donde alguna apertura en la vegetación lo permite, se dan hermosas vistas de la sucesión de colinas redondeadas la mayoría, empinadas unas pocas, totalmente cubiertas de selva ecuatorial. Por la mañana, la niebla se retenía en los vallecitos, dejando ver los grandes árboles de los cerros que lucían oscuros cerca del observador, y tenuemente azulados en lontananza.
A las ocho de la mañana emprendimos la caminata por la selva dominada por árboles de hasta cincuenta  y cinco metros de alto, muchas palmeras y gran variedad de helechos. Los mas grandes árboles tenían sus troncos ampliados en sus bases por raíces tabulares y toda la vegetación estaba muy verde gracias a que ya había comenzado la estación de las lluvias.
Se estimaba en mil trescientos ejemplares la población de chimpancés dentro del parque nacional, pero pese a eso no son fáciles de ubicar.
Si bien cada chimpancé se reconoce y fundamentalmente, es reconocido por los demás por  formar parte de una tribu (la que buscaba nuestro rastreador estaba compuesta por ciento veinte individuos), rara vez andan todos juntos. Los componentes de la tribu se separan y andan por unos días a veces solos y a veces en grupitos, y es por eso que lleva un trabajo de cinco años terminar de habituar a los chimpancés a la presencia de visitantes.
Como a la hora de deambular por la selva encontramos los primeros  cinco ¨nidos¨ de chimpancés que son camas de ramas y hojas que hacen sobre los árboles para pasar las noches.  Cada noche hacen una cama nueva y por eso son un rastro inequívoco de su presencia en determinado lugar. No se trata de algo muy elaborado y por ello con el correr de los días las camas se van deshaciendo, tal como atestiguaban otros dormideros que encontramos en diferentes estadios de desintegración.
Un par de veces oímos a lo lejos los gritos escandalosos de grupos de chimpancés y para nuestra sorpresa el guía no se dirigió hacia ellos. Se trataba de otra tribu no habituada a recibir visitas y por ende hubiera sido inútil pretender verlos.
En cierto momento oímos unos leves ruidos a media altura sobre un árbol y encontramos una cría de chimpancé que nos miró sin mucho esmero y algo mas arriba, sobre el mismo árbol, apareció su madre un momento después. Se juntó a su hijo y nos miró con cierto desdén.


No mucho rato después encontramos un chimpancé niño que estaba sentado sobre un tronco caído. Le pasamos muy cerca y nos miró con gran curiosidad. No vimos a su madre, pero no estaría solo.
A eso de las diez y media de la mañana oímos algunas vocalizaciones de chimpancés que estaban muy cerca y así llegamos a la base de un gran sicomoro cuyas gruesas ramas se extendían horizontalmente cubriendo una gran superficie. Distribuidos sobre el árbol había diez chimpancés machos, entre ellos el jefe de la tribu. Nos comentaron que tenía cuarenta años y que su nombre era Mobutu. Tenía el mentón blanco y tanto su espalda como sus patas traseras estaban cubiertas de pelo gris plateado, atributo de los ejemplares maduros.
El árbol estaba lleno de sus frutos amarillos del tamaño de una pelota de golf, algunos saliendo en racimos incluso  desde las ramas gruesas  y los chimpancés los recogían, ya estando sentados o yaciendo acostados boca abajo a lo largo de las ramas. Derrochaban muchos, dejándolos caer luego de una mordida o dos y orinaban abundantemente sin cambiar de posición. Cuando nos percatamos de eso, tuvimos cuidado de no quedar debajo de uno de ellos, porque era evidente el poder diurético de esa fruta.
Pero en la selva nada se desperdicia y la abundancia de trozos de frutos maduros y de orina había beneficiado a muchas mariposas habitantes del estrato inferior de la selva y que gracias a los chimpancés accedían a la azúcar de los frutos maduros y a la sal de la orina. Una de ellas, de mediano tamaño, era totalmente roja, se posaba con las alas abiertas y su potente color era por demás llamativo cuando en sus cortos revoloteos de una fruta caída a otra pasaba por uno de los rayos de sol que se colaban desde el dosel arbóreo.
Uno de los chimpancés de desplazó en cuatro patas por la rama horizontal donde había estado hasta llegar a donde pudo alcanzar las ramas de otro árbol  y con unos pocos movimientos, pero claramente sin apuro, bajó al suelo y pasó por delante nuestro. De inmediato los otros nueve también bajaron el sicomoro por distintos lugares y emprendieron una caminata en fila india.
Delante ellos, peludos, avanzando en cuatro patas, detrás nosotros, vestidos, avanzando en dos. Viéndolos caminar en cuatro patas se apreciaba muy bien el gran desarrollo de su musculatura.
Pasamos por delante de dos chimpancés de cuya presencia no nos habíamos percatado, que estaban sentados en el suelo y que abrazados se acicalaban mimosamente, no dejando esa actividad hasta que pasó el último chimpancé, agregándose ellos dos también a la fila.
 En cierto momento el grupo que seguíamos se cruzó con otra fila que la cortó perpendicularmente y que estaba compuesta por cuatro hembras, cada una de ellas cargando a su cría en el vientre. Al encontrarse ambos grupos, se sentaron en el suelo por unos momentos y algunos de ellos, casi dándonos la espalda, nos dirigieron miradas que denotaban recelo, advertencia, cálculo y desconfianza. No encontré en la mirada de los chimpancés la paz que se nota en la de los gorilas.
Luego, retomaron el camino juntos y se abrieron un poco en abanico. Un momento después se unieron otros chimpancés mas, no supimos cuantos, por la falta de buena visibilidad en la selva y notamos que teníamos chimpancés rodeándonos en un semicírculo. En eso oímos un grito agudo y se lanzó la típica algarabía de estos animales, la que fue muy impresionante, porque tras los primeros gritos que parecieron de rabia, vimos como uno de los machos saltó de costado hacia un árbol, golpeando con sus nudillos una raíz tabular e inmediatamente otros cuatro o cinco animales hicieron lo mismo en las cercanías y esos potentes sonidos agregaron un toque de salvajismo al griterío.
Poco después la fila que se había estado desplazando reemprendió la marcha y llegamos hasta donde había tres ejemplares mas que permanecían bastante quietos. Uno de ellos era un macho que estaba parado sobre un arbusto, con los brazos abiertos tomado de lianas y que se encontraba muy cerca del suelo. Estuve muy cerca suyo y me impresionó su gran tamaño.
A lo largo de la caminata sentí que somos muy cercanos a ellos, que somos un poco chimpancés o que ellos son hombres primitivos.  

J.C.Gambarotta Gerona




lunes, 15 de diciembre de 2014

Gorila (Gorilla gorilla)







Uganda, agosto de 2010.
Las cinco horas de viaje en el bus desde Mbarara hacia Butogota se hicieron un poco pesadas porque, como es norma en África, solo se parte cuando ya es imposible meter un pasajero mas. Al principio, por la ventanilla se veían hermosos paisajes bucólicos de aldeas, montecillos, cultivos de subsistencia y grupos de las magníficas vacas Ankole de muy largos y gruesos cuernos. Pasadas las tres cuartas partes del viaje, se pasó a una zona montañosa donde la ruta transitaba por sitios increíblemente escarpados. Las plantaciones de bananas se encontraban en sitios donde parecía un milagro que esas plantas pudieran sostenerse y solamente de vez en cuando se veía un árbol de tronco recto, únicos indicadores de que hasta no hace muchos años en esos cerros había imperado la selva. Una gran selva que comenzando por allí, atravesaba el continente llegando hasta la costa atlántica.

Al llegar a Butogota me estaba esperando un chofer con la camioneta del Parque Nacional Bwindi Impenetrable Forest. Al poco rato de salir, apareció delante nuestro el primer cerro cubierto de selva, luego otro mas hacia la derecha y de un momento a otro los cultivos y los claros quedaron atrás. Me sentí inmerso en la realidad que imperó en África central por millones de años.

El comedor comunitario de las cabañas, todo de madera y palos, abierto por tres lados, tenía una terraza que daba a la selva del cerro de enfrente. Había llegado.

A la mañana siguiente me reuní con quienes serían mis compañeros en la caminata y como nos fue asignado un grupo de gorilas que se encontraba distante, subimos a un vehículo y tuvimos un viaje de una hora. Por el camino andaban muchos niños y mujeres que iban a trabajar a los cultivos de las montañas. Todos tenían azadas del tamaño adecuado a sus edades. Una muy pequeña niña cargaba una diminuta.
Había humo por todas partes, pero las plantaciones de té, de color verde brillante y la selva situada a nuestra izquierda mantenían la frescura de la escena. Cuando el camino volvió a ingresar a la selva nos cruzamos con tres jóvenes mujeres pigmeas muy sonrientes de vestido multicolor.
Bajamos del vehículo y un grupo de monos colobos blancos y negros pareció darnos la bienvenida.
Desde muy temprano, dos rastreadores habían estado buscando a la familia de gorilas que residía en esa zona, única manera de casi garantizar que los visitantes puedan verlos. Los habían ubicado y hacia allí nos dirigimos, montaña arriba, siguiendo a nuestro guía.
Muchas lianas, ramas caídas, suelo tapado por miles de hojas secas, rocas que afloraban, el pasar junto a los troncos de los árboles cubiertos de musgo, termiteros, gritos de calaos, todo prometía hacernos disfrutar de las delicias de andar por la selva por un buen rato. Pero a solo veinte minutos de andar nos encontramos con los rastreadores.
Nuestro guía hizo un repaso general de las recomendaciones para nuestro comportamiento ante los gorilas. Se escuchó un leve quebrar de ramas, avanzamos dos metros y allí estaban. Cuatro hembras con sus crías de diferentes edades estaban sentadas en diferentes posiciones, una de ellas casi tendida de espaldas y el macho dominante, el espalda plateada, sentado, dominando la escena, observándonos a cada uno de nosotros, por un instante y como al pasar.
Casi enseguida el espalda plateada se levantó, pudiendo notarse su gran tamaño y robustez y seguido por los demás, caminó un poco hacia abajo de la ladera, deteniéndose por fortuna, en un lugar bastante abierto de la selva. Allí pudimos ver a todos los diecinueve miembros de aquella familia mas o menos juntos, porque a medida que unos llegaban otros se desplazaban unos metros siendo ocultados por la vegetación.
Por largo rato vimos simultáneamente al espalda plateada, que permanecía recostado sobre un tronco mirándonos despreocupadamente mientras comía alguna que otra hoja, una hembra amamantaba a su cría de dos semanas mientras la sostenía en brazos, otra  pareció rezongar a su hijo ya grandecito, otras estaban subidas a árboles comiendo frutos de enredaderas, lo mismo que varios chicos de distintas edades, dos de ellos jugando a pelear. Uno muy pequeño se colgaba de una liana jugando con su hermano algo mayor que estaba debajo suyo, un macho de espalda negra subía y bajaba de árboles buscando alimento.

El avistamiento de gorilas es distinto al de otros animales. La mayoría de éstos o huyen o sencillamente ignoran al observador. Pero los gorilas nos miran a los ojos e inmediatamente pasan a ignorarnos. A lo largo de la hora que se le permite a los visitantes estar cerca de ellos, uno puede intercambiar miradas con varios componentes de la familia, los que generalmente no permiten mas que un ligero contacto visual casual. Pero ese no fue el caso con una hembra y con el macho de espalda plateada, quienes me sostuvieron una mirada escrutadora, hasta que yo la bajé en señal de respeto.

 Los gorilas se movían despacio, pero constantemente y quedamos rodeados por ellos.
El macho no dominante, el de espalda negra, avanzó hacia nosotros, se detuvo y asumió la típica postura en cuatro patas en que mejor luce su tamaño, quedando a escasos centímetros de una de los visitantes y a metro y medio de mi. Me agaché un poco y lo miré a los ojos.
Por un momento él fue uno de nosotros y yo fui uno de ellos. La mirada marrón fue la mas tocante expresión de paz, de bienestar, de comprensión y de confianza que puedan transmitir unos ojos.
Ese macho de diez años de edad, luego de caminar un poco mas y de volver a quedar otro momento en cuatro patas, se acostó boca abajo, arrodillado, con los brazos algo estirados y comenzó a mirarse una mano con detenimiento. Recién ahí percibí el enorme tamaño de sus manos. Parecía pedir ser observado y no quise decepcionarlo. También yo me tendí, sintiendo por primera vez en la selva africana esa linda sensación de pertenencia a un lugar que nos da el sentir su suelo. Por un momento él dejó de mirarse su muy larga y ancha mano y volvimos a mirarnos a los ojos.
Creo que hay algunos sentimientos que cuando se expresan pasan de ser sabios a parecer tontos, de ser complejos a parecer simples, y por ende casi no merecen ser mencionados, pero me arriesgaré:
Yo no estaba ¨solamente¨ ante un gorila, estaba ante un ser que tenía mucho mas de humano que de animal. Era un habitante de la selva que nos recibía de visita, sabiendo que con cada visitante que se iba, su selva tendría un aliado mas.

Al cumplirse los sesenta minutos del tiempo permitido para la cotidiana intromisión de los visitantes en la vida de los gorilas, el guía nos invitó a seguirlo.
La fila de humanos iba desapareciendo tras la vegetación y yo seguí un momento mas echado a cinco metros de aquel amigo.
Cuando desapareció el último visitante sentí que a partir de ese momento podría pasar por un intruso, me levanté y me fui lentamente.
No me fui del todo y quise volver a encontrarme entre ellos.

Al otro día me uní a un grupo de nueve guardaparques con quienes haría un patrullaje

de tres días.
La primera noche armamos campamento en la selva de un valle situado entre dos de las muchas montañas del parque nacional. El sitio estaba a unos mil setecientos metros de altura y era habitualmente utilizado por los guardaparques durante las patrullas, lo que era denotado por la existencia de un claro en la selva que apenas permitía el espacio suficiente para tender la lona que oficiaba de carpa. Una cañada de agua cristalina corría entre helechos a escasos metros de allí.
Antes del anochecer, dos de los guardaparques oyeron ruidos cercanos y dijeron que algún animal grande no andaba lejos. Quizás apareciera ante nosotros mas tarde. Tronó y armamos la lona que también cobijó a nuestro fuego, los rifles fueron colocados a la cabeza de nosotros, comimos, y estando ya acostados se contaron fábulas populares de la selva.
Antes del amanecer, dos hombres no aguantaron su curiosidad y salieron a buscar los rastros de aquel animal grande. Pasados quince minutos volvieron al campamento para buscarme.

El sonido de ramaje que habían escuchado lo habían provocado gorilas. Habíamos acampado a doscientos metros de un grupo de ellos. Al llegar vi un macho completamente desarrollado, pero joven, y una hembra. Ambos estaban subidos sobre sendos árboles a unos cuatro metros de altura y comían los frutitos amarillos de una enredadera. Nos ignoraron por completo, lo cual estando entre animales constituye el mejor elogio al observador y luego de unos pocos minutos debimos dejarlos porque esa misma mañana serían visitados por turistas y no era bueno que estuvieran con gente mas tiempo del debido.
Subimos y bajamos varias laderas. La caminata por momentos era extenuante ya que pocas veces transitamos por terreno horizontal. Generalmente andábamos atravesando la espesura y fue durante esa caminata que comprendí la pertinencia del nombre de impenetrable que lleva el parque nacional. Pero algunas veces en nuestro deambular encontramos senderos hechos por los elefantes de selva, muy bien marcados y los aprovechábamos en tanto nos fueran útiles por la dirección que llevaban. Me resultaba increíble como esos senderos tan marcados aparecían y desaparecían en la espesura de la selva, así como lo hacían las huellas, a veces bastante profundas en el barro y unos metros mas adelante no había ni rastro de por donde habría seguido tan grande animal.

Íbamos bajando una ladera y en el fondo de la quebrada se notó el movimiento de las ramas de unos árboles. El jefe de la patrulla ordenó silencio. Un gorila macho joven descendió de espaldas a nosotros y muy rápidamente del árbol donde se encontraba, un gorilita niño ya grandecito se descolgó de su árbol, se notó un movimiento general de ramas y con unos gruñidos y gritos los gorilas se alejaron.
Como la patrulla tomó hacia la dirección opuesta, propuse seguirlos, pero me dijeron que eso no era conveniente. Ese grupo de gorilas se hallaba en pleno proceso de habituación a la presencia de visitantes, llevando solo seis meses de los dos años que demanda. Me dijeron que en el estado actual en que se encontraban, si los seguíamos nos tenderían una emboscada y me aseguraron que esa experiencia no era nada agradable. Luego se rieron porque dijeron que sin duda esos gorilas se habían asustado tanto porque habrían visto mi cara blanca, cuando normalmente solo ven los primeros hombres blancos durante el último mes que lleva el proceso de acostumbramiento.

El tercer día del patrullaje en parte lo pasamos transitando por el borde del parque nacional. Un arroyo bajaba de las montañas selváticas y a partir de cierto punto oficiaba de límite del área protegida. Contra el arroyo, lejos de las demás aldeas, vimos unas pocas chozas totalmente de paja que pertenecían a unos pigmeos Batwa que vimos cerca. De un lado la selva y del otro magníficos paisajes rurales, donde las pequeñas aldeas de la tribu Bafumbira con chozas de barro y techo de paja estaban rodeadas de cultivos de sorgo y boñato que tapaban por completo las laderas. El sorgo estaba siendo cosechado y muchas mujeres lo iban cargando en bolsas, ladera arriba. Mientras descendíamos nos las íbamos cruzando. Algunas de ellas también iban cargando a espaldas sus bebés.
El punto final del patrullaje fue la aldea Rushaga. Allí conseguí que un joven me llevara en moto treinta kilómetros hasta Ntebeko, el pueblo mas cercano al Parque Nacional Mgahinga Gorila, en los volcanes Virunga.

Por el camino pasamos por una zona muy poblada (350 habitantes por kilómetro cuadrado) donde aparte de los adultos, había niños trabajando en la construcción de ladrillos, lo que parecía ser la mayor industria de la zona, aparte de los cultivos.
Desde las cabañas del parque nacional se veían muy bien y bastante cercanos tres volcanes: el empinado Muhabura de 4.127 metros sobre el nivel del mar, el Mgahinga de cumbre algo achatada, de 3.474 metros y la crestada silueta del Sabyinyo de 3.669 metros.
A lo largo del día, con las variantes del ángulo del sol, los volcanes lucían mas o menos detalles, parecían mas o menos cercanos y el monto de niebla de sus cumbres los hacía mas o menos misteriosos.
Y otra vez fui invitado a tomar parte en un grupo que iría a ver gorilas. Esa mañana caminamos tres horas y media ascendiendo hasta los 2.600 metros sobre el volcán Muhabura.
Como la altura del terreno es superior a la de Bwindi, la vegetación ya no tenía el aspecto de selva siempre verde, sino el de la selva nublada, compuesta por menor cantidad de especies, por árboles mas bajos y en general mas oscura.
También aquí utilizamos por algunos trechos senderos de elefantes, encontrando aquí y allá sus huellas y bostas.
No se había adelantado ningún rastreador, y dependíamos de la habilidad de nuestro guía para ubicar a los animales que nos movilizaban. Poco después de haber encontrado los primeros excrementos frescos, nos detuvimos y señaló hacia adelante. Teníamos ante nosotros y a los escasos siete metros reglamentarios tres gorilas machos que dormían, dos de ellos eran espaldas plateadas y el otro un espalda negra. Con el entusiasmo del propio guía pronto estuvimos a solo tres metros del espalda negra, mientras el espalda plateada dominante de cuarenta y cinco años de edad, estaba a unos once metros, viéndose enorme. Estábamos ante el grupo de gorilas llamado Nyakagezi, compuesto por nueve individuos, de los cuales curiosamente tres eran espaldas plateadas. Lamentablemente la caminata había sido larga y llegamos a su hora preferida para dormir la siesta, por ello esta vez, buena parte de la hora permitida para estar con ellos solamente los vimos dormir. Dos individuos mas estaban algo mas abajo y vimos dos crías. Una a caballo de su madre durmiente y la otra, mayor, de dos años y medio, resultó estar durmiendo con su papá, el macho dominante, que estaba acostado boca abajo mirándonos, lo descubrimos cuando salió tras él y se le paró encima.
El padre demostraba mucha paciencia y cariño por la cría que no temía importunarlo mientras daba tropezones encima suyo.
En cierto momento el macho dominante aprovechó que su hijo se había bajado, y se sentó un momento, pareciéndome que era mucho mayor que los otros gorilas que había visto hasta entonces. El arco superciliar era muy desarrollado y las grandes cejas que formaba le daban un aspecto mas serio, y hasta cierto punto feroz a su cara. También su pelaje parecía mas largo y espeso, su cabeza parecía mas grande y sus brazos mas gruesas.
Pasados unos minutos emitió un corto y grave gruñido que me hizo pensar en lo que sería capaz de emitir estando furioso. Eso pareció ser la orden para emprender la actividad, porque todos los demás gorilas comenzaron a moverse de inmediato. Todos se pusieron a buscar hojas para comer.
Seguí al macho dominante que apartándose un poco del grupo, se sentó sobre una roca a cinco metros de nosotros.
Quedé fascinado. Al principio me ignoró. En cierto momento me miró a los ojos seriamente, pero tras unos segundos me pareció que su mirada de seria pasaba a severa y bajé la mia.
Al regresar atravesamos de un salto la fosa de un metro y medio que corría por el perímetro del parque nacional acompañando un muro de piedra para evitar que búfalos y elefantes dañaran los cultivos. Mirando hacia arriba el volcán Muhabura parecía saludarnos entre las zonas ocultas por la niebla y las bañadas por el sol. Mirando hacia abajo y a nuestro alrededor había una sucesión de pequeñas aldeas rodeadas de cultivos  de papa y trigo en terrazas y kilómetros de cercos de piedra volcánica negra. Los niños nos gritaban ¡Mzungu!, forma ligeramente despectiva de referirse al hombre blanco, que al ser oída miles de veces pasa a ser incorporada como un cumplido. En dos lugares, largas filas de mujeres y niñas esperaban su turno para llenar de agua sus bidones, las de estas últimas mas pequeños. Un hombre estaba allí para mantener el orden de la fila y evitar atropellos. Esos chorros de agua cristalina que provenían de las alturas constituían el motivo mas valioso de todos los pobladores de la zona para entender el servicio imprescindible que provee mantener la vegetación natural de los volcanes.


República Democrática del Congo, setiembre de 2010.

Entré al Congo por el paso de frontera Bunagana y al ir en dirección a Goma tuvimos buen rato a la derecha la figura cónica del gran volcán Mikeno, que con sus 4.437 metros es el segundo mas alto de los Montes Virunga. Se trata de una montaña impresionante. El bosque situado entre la ruta y sus laderas estaba regenerándose rápidamente tras los destrozos que hicieran miles de refugiados de la guerra civil pocos años atrás. Ya entrando a Goma, había muchas ruinas de casas que fueron literalmente absorbidas por el catastrófico derrame de lava de 2002. El ver los restos de las casas en medio de esa gran superficie de lava solidificada renovaba la sensación de que estamos a merced de los desastres naturales.
Para llegar a mi próximo destino debía cruzar el Lago Kivú. El barco zarpó de Goma al anochecer y durante mas de una hora se pudo ver el raro espectáculo del resplandor anaranjado de la lava del volcán Nyiragongo, que se reflejaba en la nube que tenía encima.
Llegué a la ciudad de Bukavu poco después del amanecer.
Tomé una de las muchas motos que ofician de taxi y tras andar treinta y un kilómetros por la zigzagueante ruta con cierta preocupación por no caerme llegué al Parque Nacional Kahuzi-Biega, a donde llegué atraído por sus gorilas de llanura orientales.
Las instalaciones del parque nacional tenían una penosa gran cantidad de cráneos de animales, principalmente de elefantes, matados durante el largo conflicto armado que perecía no tener fín.
Poco rato después ya estaba en la selva acompañado de varios guardaparques. Debido al conflicto armado, muy pocos visitantes se aventuraban a ver los gorilas en ese país, pero como los grupos de gorilas una vez habituados no pueden dejar de recibir visitas todos los días, la mayor parte de las veces los guardaparques iban en grupo para cumplir con el ritual cotidiano.

Transitábamos a unos mil setecientos metros de altura y me sorprendí de que aun así estos gorilas, los de Grauer, fueran también llamados gorilas de llanura oriental. Me aseguraron que la mayoría de los estimados en cuatro mil gorilas de esta subespecie vivían realmente en la llanura que empezando mas al oeste llegaba hasta el mar, y solamente unos pocos grupos habitaban las alturas.
De todos modos, si bien la altura imperante sobre el nivel del mar era mayor a los mil quinientos metros, no había cerros que sobresalieran muy por encima de los demás, habiendo muy pintorescas quebradas y valles entre ellos. Me regocijaba al saber que caminaba por la selva mas extensa de África.
Los gorilas se desplazan relativamente poco, en general menos de dos kilómetros entre un día y otro, pero en la selva puede ser muy difícil encontrar sus rastros y en realidad es muy meritorio por parte de los rastreadores el dar con estos animales. Durante la caminata subimos y bajamos varias laderas y tuvimos escenas muy hermosas de los cerros redondeados cubiertos de selva. En una ocasión un pantano de color verde claro interponía su chatura entre los cerros oscuros. Debimos cruzar un par de sitios pantanosos, cruzamos un arroyito y nos metimos en un espadañal que supuse constituiría un pantano igual al que habíamos visto desde lo alto.
Al salir de los árboles oímos el típico golpeteo que hacen en su pecho los gorilas y el jefe de los guardaparques dijo: nos están dando la bienvenida.
Nos adentramos unos metros en el espadañal y allí estaban los gorilas de llanura  comiendo las raíces de las espadañas que arrancaban de un tirón.
Por todos lados veíamos gorilas o el movimiento que provocaban en la vegetación palustre. Hembras con crías y ejemplares jóvenes sobretodo, pero enseguida se abrió paso entre las espadañas el gran macho dominante, llamado Chimanuka. Al principio pareció venir hacia mi, pero luego, dobló hacia mi derecha, pasando a cinco metros. Una vez mas quedé impresionado por su tamaño. Son en realidad estos gorilas y no los de montaña los que alcanzan mayor peso: 275 kilos. Éste bien parecía tenerlos.
Como siempre, los niños gorilas fueron los mas activos, se abrazaban entre si, fingían pelearse y uno de ellos se golpeó el pecho, generando ese tan característico ruido seco, que según se dice, se puede oir a buena distancia.
A lo largo de la hora de la visita pudimos ver al total de los treinta y dos miembros del grupo.

J.C. Gambarotta Gerona