Siempre es interesante ver especies de animales endémicas de
determinadas zonas y tanto más cuando son exclusivas de áreas muy pequeñas.
Ese es el caso del hermoso colobo rojo de Zanzíbar que es
endémico de la Isla Unguja del archipiélago de Zanzíbar. Es muy llamativo,
siendo blancas las partes inferiores del
cuerpo, así como las patas, los largos pelos de sus mejillas y cejas que se
prolongan hacia adelante. La parte anterior de su espalda y sus brazos son
negros y la parte superior de la cabeza y la posterior de la espalda son de un
vivo pardo rojizo.
Tanzania, setiembre de 2010.
El viaje en ferry que une Dar es Salaam con la Isla Unguja de
Zanzíbar duró dos horas y media y fue un deleite. Al salir del puerto nos
cruzamos con un gran velero de un solo palo y de vela latina, típico de la
cultura Swahili, su casco tenía forma de bote,
era visiblemente viejo y lo impulsaba una enorme vela blanquecina
remendada en varios lugares. Aquello constituía una visión de otros tiempos. Daba
la impresión de que mas allá del horizonte, desde donde venía, el tiempo no
había pasado. Llegaba desde el Norte y me dijeron que bien podría estar
regresando desde la Península Arábiga, aprovechando la buena temporada de
vientos favorables. Ya antes de llegar, la magia de Zanzíbar comenzaba a
manifestarse. La cultura Swahili es una extraña mezcla de las culturas árabe,
indú y africanas, originada hace cientos de años mediante el transporte de
veleros como éste y ya era madura cuando los primeros europeos llegaron a la
costa Este de África.
Zanzíbar también tiene otro encanto: en el siglo XIX llegó a
ser un clásico sitio donde se organizaban y desde donde se lanzaban las expediciones
al interior de África, los nombres de Tipu Tib, Livingstone y Stanley están
íntimamente ligados a Zanzíbar.
El índico se lucía con sus tonos turquesa al pasar cerca de
unas pequeñas islas de roca de coral y cubiertas de una vegetación achaparrada,
pero de la que emergían baobabs y en las que había algunas playas de arena muy
blanca.
La ciudad vieja de Zanzíbar, llamada Ciudad de Piedra,
constituía un laberinto de callejuelas muy angostas donde es fácil
desorientarse. Algunas casas tenían magníficas puertas de madera talladas
artísticamente y con incrustaciones de metal, que se comenta es una
herencia india que en ese país se usaba
para impedir que los elefantes se refregaran contra ellas. La mayoría de las
mujeres vestían burkas, algunas negros, otras de colores uniformes y muchas
tenían cierto aspecto de monjas al vestir de negro, tapándose la cabeza con
telas blancas. Muchos hombres usaban las túnicas y sombreritos blancos típicos
musulmanes. El mercado tenía mas aspecto de asiático que de africano, salvo en
el rostro de las personas.
El trayecto desde la ciudad al bosque Jozani es muy lindo y
verde, habiendo cocoteros al borde de la ruta por buena parte del camino. Donde
no había poblados, predominaba una vegetación achaparrada que daba la impresión
de ser plantaciones abandonadas de especias, lo que fuera otrora la gran
producción de la isla.
Al llegar al bosque alto vi inmediatamente monos azules,
pero de una subespecie muy similar al mono de Loest, sobre el que escribiré mas
adelante. Pero para ver a los colobos rojos debí caminar hasta el borde del
bosque, donde la vegetación no es de árboles sino de arbustos, que crecen sobre
un sustrato lleno de trozos de roca de coral.
Fue entrar a ese bosquecillo seco y verlos. Había colobos
por todas partes, pero todos abocados a comer hojas. Eso es lo único que comen
y eso los salva de no tentarse con golosinas, lo que pondría en peligro su
salud. Y como no esperan nada de los seres humanos, al andar por allí uno los
ve realizando su propio comportamiento natural. En mas de una ocasión estuve a
punto de pisar la cola de alguno de estos monos mientras observaba los
movimientos de otro, porque ellos tienen muy claro quienes son los dueños de
casa y por tanto quien es el que debe aprender a comportarse.
Estuve estudiando la distancia que permitían sin sentirse
molestos, acortándola cada tantos minutos. Haciendo eso llegué a estar a medio
metro de un ejemplar adulto mientras comía y que a diferencia de gorilas y
chimpancés no se dignó mirarme a los ojos ni un instante. Teniéndolos así de
cerca disfruté de ver las vivas expresiones de sus rostros, que tal como es
común en los primates, varían en pocos segundos.
Un hecho muy destacable es que el colobo rojo de Zanzíbar no
bebe agua. Toda la que necesita la obtiene de las hojas de los arbustos.
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