Uganda, setiembre de 2010.
Ya había tenido oportunidad de oir los fuertes gritos
grupales que hacen los chimpancés, tanto en el Parque Nacional Bwindi, como en
el Queen Elizabeth, pero lograr ver a esos animales es mucho mas difícil. Según
me dijeron los guardaparques, es casi imposible acercarse a los chimpancés sin
ser visto y como son reacios a tener intrusos en sus territorios, la mejor, por
no decir la única posibilidad de verlos en libertad, es participar en una visita
a un grupo habituado a la presencia de turistas.
El sitio recomendado fue el Parque Nacional Kibale, de
casi ochenta mil hectáreas de superficie.
Colinas y mas colinas tapizadas de plantaciones de té
rodean al parque nacional. La zona norte del mismo la compone una exuberante
selva que cubre colinas y valles, en
tanto que la zona sur es un complejo ecotono donde se encuentran la sabana del
Este de África con la selva del centro del continente.
Desde las zonas elevadas y donde alguna apertura en la
vegetación lo permite, se dan hermosas vistas de la sucesión de colinas
redondeadas la mayoría, empinadas unas pocas, totalmente cubiertas de selva
ecuatorial. Por la mañana, la niebla se retenía en los vallecitos, dejando ver
los grandes árboles de los cerros que lucían oscuros cerca del observador, y
tenuemente azulados en lontananza.
A las ocho de la mañana emprendimos la caminata por la
selva dominada por árboles de hasta cincuenta y cinco metros de alto, muchas palmeras y gran
variedad de helechos. Los mas grandes árboles tenían sus troncos ampliados en
sus bases por raíces tabulares y toda la vegetación estaba muy verde gracias a
que ya había comenzado la estación de las lluvias.
Se estimaba en mil trescientos ejemplares la población de
chimpancés dentro del parque nacional, pero pese a eso no son fáciles de
ubicar.
Si bien cada chimpancé se reconoce y fundamentalmente, es
reconocido por los demás por formar
parte de una tribu (la que buscaba nuestro rastreador estaba compuesta por
ciento veinte individuos), rara vez andan todos juntos. Los componentes de la
tribu se separan y andan por unos días a veces solos y a veces en grupitos, y
es por eso que lleva un trabajo de cinco años terminar de habituar a los
chimpancés a la presencia de visitantes.
Como a la hora de deambular por la selva encontramos los
primeros cinco ¨nidos¨ de chimpancés que
son camas de ramas y hojas que hacen sobre los árboles para pasar las
noches. Cada noche hacen una cama nueva
y por eso son un rastro inequívoco de su presencia en determinado lugar. No se
trata de algo muy elaborado y por ello con el correr de los días las camas se
van deshaciendo, tal como atestiguaban otros dormideros que encontramos en
diferentes estadios de desintegración.
Un par de veces oímos a lo lejos los gritos escandalosos
de grupos de chimpancés y para nuestra sorpresa el guía no se dirigió hacia
ellos. Se trataba de otra tribu no habituada a recibir visitas y por ende
hubiera sido inútil pretender verlos.
En cierto momento oímos unos leves ruidos a media altura
sobre un árbol y encontramos una cría de chimpancé que nos miró sin mucho
esmero y algo mas arriba, sobre el mismo árbol, apareció su madre un momento
después. Se juntó a su hijo y nos miró con cierto desdén.
No mucho rato después encontramos un chimpancé niño que
estaba sentado sobre un tronco caído. Le pasamos muy cerca y nos miró con gran
curiosidad. No vimos a su madre, pero no estaría solo.
A eso de las diez y media de la mañana oímos algunas
vocalizaciones de chimpancés que estaban muy cerca y así llegamos a la base de
un gran sicomoro cuyas gruesas ramas se extendían horizontalmente cubriendo una
gran superficie. Distribuidos sobre el árbol había diez chimpancés machos,
entre ellos el jefe de la tribu. Nos comentaron que tenía cuarenta años y que
su nombre era Mobutu. Tenía el mentón blanco y tanto su espalda como sus patas
traseras estaban cubiertas de pelo gris plateado, atributo de los ejemplares
maduros.
El árbol estaba lleno de sus frutos amarillos del tamaño
de una pelota de golf, algunos saliendo en racimos incluso desde las ramas gruesas y los chimpancés los recogían, ya estando
sentados o yaciendo acostados boca abajo a lo largo de las ramas. Derrochaban
muchos, dejándolos caer luego de una mordida o dos y orinaban abundantemente
sin cambiar de posición. Cuando nos percatamos de eso, tuvimos cuidado de no
quedar debajo de uno de ellos, porque era evidente el poder diurético de esa
fruta.
Pero en la selva nada se desperdicia y la abundancia de
trozos de frutos maduros y de orina había beneficiado a muchas mariposas
habitantes del estrato inferior de la selva y que gracias a los chimpancés
accedían a la azúcar de los frutos maduros y a la sal de la orina. Una de
ellas, de mediano tamaño, era totalmente roja, se posaba con las alas abiertas
y su potente color era por demás llamativo cuando en sus cortos revoloteos de
una fruta caída a otra pasaba por uno de los rayos de sol que se colaban desde
el dosel arbóreo.
Uno de los chimpancés de desplazó en cuatro patas por la
rama horizontal donde había estado hasta llegar a donde pudo alcanzar las ramas
de otro árbol y con unos pocos
movimientos, pero claramente sin apuro, bajó al suelo y pasó por delante
nuestro. De inmediato los otros nueve también bajaron el sicomoro por distintos
lugares y emprendieron una caminata en fila india.
Delante ellos, peludos, avanzando en cuatro patas, detrás
nosotros, vestidos, avanzando en dos. Viéndolos caminar en cuatro patas se
apreciaba muy bien el gran desarrollo de su musculatura.
Pasamos por delante de dos chimpancés de cuya presencia
no nos habíamos percatado, que estaban sentados en el suelo y que abrazados se
acicalaban mimosamente, no dejando esa actividad hasta que pasó el último
chimpancé, agregándose ellos dos también a la fila.
En cierto momento
el grupo que seguíamos se cruzó con otra fila que la cortó perpendicularmente y
que estaba compuesta por cuatro hembras, cada una de ellas cargando a su cría
en el vientre. Al encontrarse ambos grupos, se sentaron en el suelo por unos
momentos y algunos de ellos, casi dándonos la espalda, nos dirigieron miradas
que denotaban recelo, advertencia, cálculo y desconfianza. No encontré en la
mirada de los chimpancés la paz que se nota en la de los gorilas.
Luego, retomaron el camino juntos y se abrieron un poco en abanico.
Un momento después se unieron otros chimpancés mas, no supimos cuantos, por la
falta de buena visibilidad en la selva y notamos que teníamos chimpancés
rodeándonos en un semicírculo. En eso oímos un grito agudo y se lanzó la típica
algarabía de estos animales, la que fue muy impresionante, porque tras los
primeros gritos que parecieron de rabia, vimos como uno de los machos saltó de
costado hacia un árbol, golpeando con sus nudillos una raíz tabular e
inmediatamente otros cuatro o cinco animales hicieron lo mismo en las cercanías
y esos potentes sonidos agregaron un toque de salvajismo al griterío.
Poco después la fila que se había estado desplazando reemprendió
la marcha y llegamos hasta donde había tres ejemplares mas que permanecían
bastante quietos. Uno de ellos era un macho que estaba parado sobre un arbusto,
con los brazos abiertos tomado de lianas y que se encontraba muy cerca del
suelo. Estuve muy cerca suyo y me impresionó su gran tamaño.
A lo largo de la caminata sentí que somos muy cercanos a ellos,
que somos un poco chimpancés o que ellos son hombres primitivos.
J.C.Gambarotta Gerona
J.C.Gambarotta Gerona
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